jueves, 16 de julio de 2015

AÑORANZA DEL KATMANDU ETERNO.

La plaza Durbar de Katmandú
/terremoto del sábado 25 de Abril



Estoy por los suelos, el terremoto de Katmandú se llevó la plaza más linda del MUNDO. La plaza de Katmandú tenía templos hechos de madera de un solo árbol (algo para no creerlo) levantados sobre  terrazas con piedras talladas de arquetipos milenarios y monstruos para espantar los demonios. Tenía elefantes, budas, flores talladas en la piedra y en la madera, pintadas con colores que los fieles sacaban de sus frentes haciéndolas revivir. Todo  esto protegido, abrazado, por raíces de árboles que seguían los recovecos en tramas vegetales conseguidas por años y años. Hombres sagrados, que vivían en mundos visibles e invisibles al mismo tiempo, prendían inciensos olorosos y mujeres campesinas traían flores de los montes más altos del mundo. Habían también sacrificios de animales: rituales paganos antiquísimos con flores del día y sangre que hacían más real esta plaza fuera del tiempo. Las techos de los templos  de la plaza de Katmandú iban subiendo lentamente hacia los cielos, cada uno a su ritmo, la idea era no llegar nunca muy alto para esperar a los que algún día llegarían a visitarla siguiendo en eso al Buda del Futuro, quien en la frontera del Nirvana no quiere cruzar la línea de la iluminación hasta que no se salve el último de los hombres. La plaza de Katmandú era más que una religión, era una plaza donde los árboles, los hombres y los dioses se reunían para compartir lo único que no es colonizable: la devoción (el amor), la belleza (el arte) y la muerte. Al destruirse no sólo se perdieron vidas humanas ahí, se perdió VIDA y todos en el mundo al otro día amanecimos más pobres. También a 5 km de ahí estaba la plaza de Patan ¿se salvó?, esa era la segunda plaza más linda del MUNDO...

2500  muertos por el terremoto, quizás la cifra subirá a 5.000 o a 20.000. Es duro morir como hormigas, pero a fin de cuentas siempre vamos a morir. Pero esos templos y esa plaza milenaria no eran hormigas, eran el mejor recuerdo de los hombres a sus dioses, lo mejor de una arquitectura anónima, devocional y ensimismada que guardaba en sus paredes el paso del tiempo y el deseo de felicidad de los hombres. Quienes iban ahí pintaban  la frente de sus ídolos, hacían girar sus oraciones en el mismo sentido que el sol avanza por los cielos  y seguían más felices a su trabajo.

Y algo más sobre la plaza más linda del mundo. Adentro de ella vivía una niña llamada Kumari, tal vez secuestrada, tal vez en su máximo honor, una niña diosa viviente que vivía en el palacio principal el cual solo abandonaba 3 veces al año. Una niña de 7 años  elegida por los sacerdotes de la casta más alta, descendiente del Buda, porque Buda nació en Nepal pero se iluminó en la India. Una niña que para ser escogida tenía que pasar por pruebas notables y extrañas: reconocer prendas y objetos que pertenecieron a antiguos Dalai lamas lo que comprobaba que sus ojos veían con el corazón / dormir en piezas con cabezas de búfalos decapitados, con la sangre esparcida por el suelo y murallas para demostrar que no tendría miedo / y no haber sangrado nunca, nunca haber tenido una herida cortante, porque los dioses NO pueden sangrar. Por eso esas niñas cuando menstruaban dejaban de ser diosas y eran reemplazadas por otra Kumari que los monjes salían a buscar por todo el territorio nepalí. Todas las mañanas, a cierta hora, Kumari salía por un balcón de su palacio, saludada por unos segundos a los turistas, a sus devotos, a las palomas, a los pájaros tordos y a los monos de los árboles. Todo a su alrededor pasaba, pero ella permanecía sin sangrar detrás del incienso, sin saber siquiera que algunos occidentales encontraban extraña su infancia.

Todo eso había en la plaza de Katmandú y alrededor de ella  estaban los antiguos artesanos del bronce sacando moldes de todos los Budas, de Tara, de Maitreya, de Bodhisattvas. Sí,  esculturas de Buda, el iluminado que no quería réplicas de su imagen, el dios del cual solo después de 300 años de su paso  aparecieron sus primeras esculturas. En la Plaza de Katmandú se adoraba a los dioses hindúes y budistas y al mismo tiempo pasaban por alto sus deseos porque al fin y al cabo “no había que tener deseos”.

Todo eso  había en la plaza más linda del mundo. Y todo eso en parte desapareció  ¿Y dónde estará ahora Kumari, la niña diosa viviente que no podía tener heridas? El terremoto se llevó  a Kumari, el templo y la plaza y solo quedó el dolor de los que perdieron a sus familiares.  Y aquellos sadhus o vagabundos sagrados  que adoraban ese lugar, que no tenían nada, ni familiares ni ropa, pero igual perdieron todo  ¿lo perdieron todo? ¿están tristes y bajoneados? Ellos, los santos vagabundos ¿pueden estar tristes si no aspiraban a nada y ahora no tienen nada?  Eso es lo que me pregunto…Yo sí estoy triste porque no soy santo, porque no he renunciado a nada, porque creo que la belleza salva.


La vida en el planeta Tierra es odiosa porque no permite lo eterno. Ciertas cosas bellas hechas por el ser humano deberían ser eternas. Alguien, un demiurgo, corrompió nuestro corazón, nos separó de la naturaleza, nos castigó a hacer cosas eternas en un mundo finito. Si nuestro corazón no se hubiese separado de la naturaleza, haríamos cosas que no se destruyen nunca, solo se transformarían siguiendo  las leyes eternas de la naturaleza. Pero alguien nos desvió, condenándonos a la soledad de los salvajes, los parias, los eternos derrotados. Sólo la muerte nos aliviará de la desgracia de nuestros corazones separados del GRAN TODO. Hay que morir. Hay que morir con las botas puestas.

Los hijos son los hijos, la magia de la sangre de la sangre. Si algo les pasa a ellos uno se muere de dolor, cuando se salvan los hijos se salva todo por un instante más... Pero esa plaza era mi hija también, era mi bella hija y yo era también su hijo. Una vez nos encontramos y yo le pregunté si ella era mi hija y ella me dijo que sí, que  ella era mi hija y mi madre/padre, que ella era igual que el sol, pero convertida en una plaza para que así todos los hombres pudiéramos adorar al sol sin quemarnos.

Mis plegarias NO han sido atendidas porque morir es escaparse y volver a fundirse en la naturaleza, y yo quería todo lo contrario, quería tallar una piedra y ponerla en vez del sol, una piedra intergaláctica con una frase mágica indescifrable, una piedra imán que cambiara el rumbo de los astros y que nos llevara hacia un nirvana adentro de nosotros, un paraíso con los hijos de todos, un paraíso inventado por ellos mismos cuando eran niños, un paraíso muy parecido al que teníamos nosotros cuando alguna vez de niños lo soñamos. Un paraíso pre cristiano, salido del sol y de los astros pero bajado a la Tierra por los primeros niños del mundo cuando escucharon a sus padres decir que ese sol y esa luna eran sus verdaderos padre y madre. Entonces ellos miraron al cielo e inventaron otro cielo.  Ese es el paraíso perdido. En ese paraíso es donde los artistas y los amantes de todos los tiempos han dejado sus tesoros.

A ese lugar hay que llegar, al cielo inventado más allá o más acá del Big-Bang. Alguien tiene que grabar esa piedra que nos lleve ahí para revertir el abismo a que nos empujó el demiurgo. Y tiene que ser  sobre la piedra, porque las estrellas son piedras y ellas pasaron por el sol y se derritieron y volvieron a ser piedras .Hay que tallar o poetizar o musicalizar una piedra y tirarla al espacio para que ella encuentre para nosotros una entrada al nido  habitado que está detrás de este mundo.


La plaza Durbar  de Katmandú era mi hija y el sueño de mi hija. Era un portal de piedra tallada en el incienso, sacada de la madera de un sólo árbol. Era una de las entradas secreta a un paraíso que los niños del mundo inventaron la primera vez que miraron el cielo y adonde los artistas y los amantes siempre han dirigido sus pasos... Estamos perdiendo las huellas hacia lo sagrado y ahora está todo ahí en el suelo, en la superficie. Tendremos que  volver a cavar, para encontrar  de nuevo lo profundo. Los muertos del terremoto de Katmandú se llevaron  con ellos la plaza más linda del mundo. 

GONZALO ILABACA.

Pintor. Ciudadano ilustre de Valparaiso.

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